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«Con mi fotografía solo pretendo mostrar lo que hay de trascendente en el ser humano». Toda una declaración de intenciones de Ricard Terré, (Sant Boi de Llobregat, 1928 – Vigo, 2009) un maestro semiolvidado de la fotografía con voluntad de estilo de quien la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando amplía y exhibe su selecta colección. Reconocido como un referente de la fotografía en la segunda mitad del siglo XX, la presencia de su obra en Bellas Artes era testimonial. Solo había tres fotos en una colección que se acrecienta gracias a su hija, Laura Terré, que ha donado trece copias originales de distintas épocas positivadas por el propio fotógrafo en los años 90.
«Ironía, picaresca, empatía y ternura sin caer en la compasión son las claves de la fotografía de mi padre», asegura la albacea del legado de un fotógrafo «empático y de inspiración humanista». «No busco reflejar hechos ni formas individuales de sentir. Busco el espíritu del hombre. Esa esencia fundamental que permanece en el tiempo que están todos los lugares», escribió Terré.
Alma gemela de Cristina García Rodero, compartía Terré estilo e intereses con la genial fotógrafa de Magnum. «Sentía un amor enorme por Cristina. Se llamaban y tenían cita obligada cuando ella viajaba a Galicia. Compartían intereses y fiestas populares, y hay un retrato de mi padre de García Rodero en plena faena, con un mono de trabajo, que ella no quiere que se muestre», recuerda Laura Terré.
«Hoy es un maestro indiscutible, pero cuando empecé a estudiar la fotografía española en los años 80, era casi un desconocido al que nadie situaba a la altura de Oriol Maspons, Ramon Masats o Xavier Miserach», explica Publio López Mondéjar, historiador de la fotografía y responsable de la colección fotográfica de la Academia de Bellas Artes. «Era uno de los más presentes en el grupo Afal y es un orgullo tenerlo en esta casa», destaca el académico de este «verso suelto entre los miembros de su generación».
Terré conectó muy pronto con el grupo AFAL y sus fotógrafos más destacados, «pero se distingue de ellos por su decidida voluntad de descifrar la realidad común, de penetrar en sus ámbitos más penumbrosos», resume López Mondéjar. «Mediante un limitado catálogo de temas –la muerte, el rito, la religión–, su obra tiende a la intemporalidad. Es una fotografía sensible y despojada, atenta siempre al inmanente a lo que está llamado a perdurar», resume.
«Es un orgullo que esté en la Academia –se ufana Laura Terré– donde se reconoce que la fotografía es un arte democrático, de observación del mundo, como lo es que la fotos de mi padre estén tan cerca de los grabados de Goya, el gran precursor del lenguaje fotográfico». «Ahora, por fortuna, la foto se contempla como arte, no como algo documental, y sí como el fruto de una búsqueda artística como la de mi padre», agrega.
«Era alguien muy serio, pero dueño de un humor y una ironía que se transmite en sus fotos, sensible y tierno en su manera de ver el mundo», apunta su hija. «Con dos metros de altura, se identificaba con la infancia y se ponía a la altura de los críos. Fue un niño de la guerra en Cataluña y conoció fusilamientos, sacas, saqueos, paseos, calamidades y necesidades», agrega ante el enternecedor retrato de una niña bizca el día de su comunión. Es su fotografía más difundida y para su hija un ejemplo de cómo «en vez de ocultar a alguien por su discapacidad, la destaca sobre las demás».
«Tenía voluntad de estilo. Su mirada era muy de artista y le llamaban salonista, que es lo peor que le podían decir», recuerda risueña su hija al presentar «una muestra gourmet en una sala gourmet» que reúnen junto a las quince fotografías material documental sobre la irregular carrera de Terré, que jamás fue profesional la fotografía. «Se ganó la vida como comercial, con una tienda de música y de alta fidelidad en Vigo y dejando y volviendo a la foto».
Miembro de una familia cultivada, era un gran lector, un amante de las artes y del jazz y de los deportes más recios. Fue una apreciable pintor y caricaturista en sus años mozos, y solo se dedicó a la fotografía entre 1955 y 1970, «aunque, como un intermitente Guadiana, volvió a retomarla en 1982», dice López Modéjar.
«Terré fue un outsider vocacional, ajeno a los círculos burocráticos y oficialistas de su tiempo, indiferente a pompas y vanidades», resume López Mondéjar. «En el breve tiempo en el que practicó la fotografía su interés se centró en el hombre o al menos en su huella. Con el tiempo se ha ido reconociendo su obra respetuosa, indulgente y personalísima: la de un hombre considerado de principios, consciente de que una sociedad que olvida la tolerancia y la misericordia es una sociedad enferma».
Su hija se ocupa de un legado no muy extenso, con apenas 1.500 copias y 15.000 negativos que a lo largo de su vida Ricard Terré fue impresionado con cámaras como una Super Ikonta de 6x9 ,una Rolleiflex, una Leica M3, una Hasselblad, una Nikon F8 y una Minox.
Esta exposición 'de cámara' es la primera que le dedica la Academia de Bellas Artes. La gran exposición Terré está por llegar y se programa para 2028 en la fundación Mapfre. Hasta ahora la más amplia en vida se la dedicó La Caixa en 1995 y la Fábrica en 2011.
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