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¿Y si empezáramos a migrar de un cuerpo a otro, si amaneciéramos en una piel ajena? Con esta premisa, en un mundo colapsado, Juan Jacinto Muñoz-Rengel reflexiona acerca de la identidad en su nueva novela, 'La transmigración', el trabajo más ambicioso de su carrera, una obra coral y envolvente que demuestra el buen estado de forma del autor malagueño. La presenta este viernes en el Aula de Cultura de SUR, donde también firmará ejemplares en el salón de actos de Unicaja en la plaza de la Marina.
–La pandemia, el apagón… No sé si me atrevería a calificar esta novela como distópica.
–El futuro ya está aquí, si es a lo que te refieres. Nunca en toda la historia de la humanidad las cosas han cambiado tan rápido, y en las últimas décadas hemos sentido esta aceleración aún más si cabe que en el siglo pasado. En un mundo global, con una tecnología que avanza a mayor velocidad que nuestra capacidad de adaptación, que podría destruirnos de un plumazo y de muchas maneras distintas, podemos suponer que estas crisis que mencionas serán cada vez más habituales. Por eso tenemos esta sensación de estar pisando el futuro. En cuanto a los géneros literarios, creo que para que mi novela se pudiera considerar una distopía tendría que hablar más de otros posibles sistemas sociales. Y de lo que habla es de la disolución de nuestra sociedad, esto la emparenta más con el género apocalíptico. El fin del mundo, una idea con la que últimamente sentimos que debemos ir familiarizándonos.
–¿Crees que las redes sociales han alterado nuestra identidad?
–Sin duda. No es que antes tuviéramos muy claro quiénes éramos ni nada de eso. La identidad personal y nuestra relación con el mundo siempre han sido aspectos conflictivos. De niños no parábamos de hacer preguntas para determinar quiénes somos, de adolescentes andábamos perdidos tratando de dar ese salto, y de adultos todavía seguimos mostrándonos distintos según el entorno en el que nos encontremos, dentro de un mundo lleno de ilusiones y de impostura, donde nada es lo que parece. Lo que ocurre es que ahora también tenemos que lidiar con diferentes perfiles en un sinfín de redes sociales, en algunos casos desde que amanece hasta volver a entrar en la cama. Y en redes donde proliferan los perfiles falsos y los bots, en un horizonte en el que los deepfakes y los avatares a medida no harán sino multiplicarse, hasta ser indistinguibles de la realidad. Si Calderón de la Barca levantara cabeza, no daría crédito.
–Abrías 'Una historia de la mentira' con una cita de Feuerbach que dice que la simulación es la esencia del mundo actual.
–Y esa sigue siendo la dirección que hemos tomado. Siempre hemos estado instalados en la simulación. No por voluntad propia, más bien porque nuestras capacidades cognitivas son limitadas y no estamos capacitados para percibir la realidad en sí. Pero si el mundo era complejo antes, con todas sus capas, sus trampas y espejismos, imagínate ahora que nos hemos especializado en crear mundos virtuales hiperrealistas, que no son sino nuevas capas fantasmáticas sobre este mundo. No solucionamos el hambre, ni la crisis energética, ni la desigualdad, ni por el momento las grandes enfermedades, pero mientras las cosas empeoran nosotros nos perfeccionamos en la técnica de crear una cada vez más sofisticada maraña de simulaciones. De todo eso quería hablar en esta novela. Pero lo hago a partir de una hipótesis fantástica que me permite abordarlo renunciando a la vez a toda tecnología. Me interesaba reflexionar desde un punto de vista metafórico, así evitaba explicaciones y el lector podía elegir hacia dónde dirigir el mensaje según sus propias inquietudes.
–En plena era de la información, ¿estamos más confundidos que nunca?
–Por supuesto. La sobreinformación viene acompañada de desinformación. Y a gran escala, porque en realidad hay muchos intereses y grandes poderes fácticos que tienen por objetivo manipular a la sociedad. Y lo están consiguiendo. Cuando publiqué 'Una historia de la mentira' y me preguntabais por esto, yo os decía que el último bastión erais vosotros, el último dique de contención erais los medios de comunicación, quienes teníais que frenar la avalancha y aportar garantías de autenticidad. Pero también estáis fallando. Los medios no estáis cumpliendo vuestro papel, muchos intentan aliviar su propia crisis de financiación plegándose a unos u otros intereses. Y los ciudadanos tampoco estamos exentos de culpa. La única forma de combatir la desinformación sería con una sociedad formada, con aparato crítico. Pero nos dejamos llevar de la mano hacia el abismo. Aceptar, aceptar. Mientras desmantelan la filosofía y las humanidades en la educación, nosotros seguimos clicando en aceptar todas las condiciones.
–¿Puede el 'yo' existir desligado del cuerpo?
–Si me preguntas a mí, creo que no. Pero lo que sucede en 'La transmigración' es otra cosa. Lo que sucede en la novela es un fenómeno fantástico inexplicable, por el cual cada uno de nosotros comienza, azarosamente, a mudar su mente de cuerpo. Esto va contra todas las leyes de la lógica y de la ciencia, claro. ¿Cómo se explica que mi mente pueda hallarse en otro cerebro, cuando a su vez ella es un conjunto de redes neuronales? Sin embargo, a nivel narrativo esta excusa era maravillosa. Me permitía hablar sobre nuestras identidades fragmentadas, sobre todo lo que nos está pasando, sobre la confusión, sobre la inestabilidad, sobre la sensación de que podemos perderlo todo en un instante, nuestra casa, nuestro entorno y nuestros vínculos. Esto es lo que experimentan todos mis personajes cuando son arrancados de su vida y aparecen en otro cuerpo, la misma confusión y ansiedad que en la actualidad estamos sintiendo de modo latente todos nosotros. Y, además, desde este punto de partida podía desarrollar muchas líneas argumentales independientes con interés en sí mismas.
–Utilizas a menudo, durante el libro, el concepto de alma, históricamente ligado a la religión. ¿Cómo la definirías?
–A pesar de que utilice la palabra alma, porque como decía en la novela se concede a las mentes cierta emancipación debido a la premisa fantástica que desencadena todo, mi planteamiento es más abierto y entronca con un concepto que siempre ha estado presente en la historia de la filosofía. Y no me refiero solo a la noción de alma, tan central, por ejemplo, en Platón, sino incluso a su propia teoría de la transmigración de las almas. En este libro, en cambio, siempre se trata de poner el foco en que nosotros somos una mente enraizada en un cuerpo. También somos cuerpo, un cuerpo sintiente, que nos permite los estímulos y las emociones, pero al mismo tiempo determina nuestras circunstancias concretas. ¿Quiénes somos si cambiamos todas nuestras circunstancias? No somos, desde luego, conciencia pura. Y por aquí va otro de los debates de nuestra actualidad y el desarrollo tecnológico.
–En una sociedad con tanto ego inflamado, ¿son más peligrosos los dioses creados por las religiones o los hombres que se creen dioses?
–Me temo que todo está más ligado de lo que parece. Los dioses de las religiones son un reflejo de nuestra humanidad, una extrapolación de todas nuestras virtudes y también nuestros defectos: dioses egomaniacos, autocomplacientes, narcisistas, que necesitan un constante reconocimiento. Si hubiera algo más allá de nuestra comprensión, desde luego no tendría ni el más remoto parecido con las burdas hipérboles que hemos creado. ¿Y qué son algunos de los líderes que ahora dominan el escenario mundial sino otra caricaturesca representación de nuestros deseos y debilidades? Los dioses y las ideologías siempre han sido herramientas, que han servido para dar más poder a estos hombres que tienen como fin doblegarnos a todos los demás.
–En tu novela hay ecos de series como 'The leftovers', 'Walking dead' o 'Black mirror' pero también de libros como 'Ensayo sobre la ceguera' o 'La carretera'.
–Si he logrado evocar solo una parte de las referencias que mencionas, ya me puedo ir a dormir tranquilo. Hay algo en la prosa de Cormac McCarthy que me interesaba mucho para esta novela, su desnudez, su efectividad, pero también su naturaleza descarnada que le permitía describir como nadie las situaciones más crudas. Quería arañar algo de la mirada realista de McCarthy para contar las historias de esta novela. También hay mucho de 'Ensayo sobre la ceguera' de Saramago, porque se usa un fenómeno de partida inexplicable con propósitos filosóficos; pero de esa influencia me di cuenta mucho más tarde, cuando ya estaba muy avanzada la escritura. Las series que nombras también deben de estar ahí, lo está seguro 'The leftovers'. Desde el mismo momento que la vi, noté enseguida que conectaba con todos los motivos que han movido casi todos mis libros. Me alegro de haber tenido una oportunidad de acercarme aún más a sus planteamientos. De ella me fascinó sobre todo la forma profunda, realista y casi natural de relacionarse con lo imposible.
–Parece que cualquier acontecimiento excepcional nos hace darnos cuenta, aunque sea por un momento, de que vivimos como autómatas, sin más tiempo que para trabajar y atender logísticas familiares. ¿Es posible frenar esa rueda de hámster? ¿Solo funcionamos estando ocupados?
–Es posible frenarla, pero que lo consigamos una vez no garantiza que no volvamos a entrar en la rueda antes de que nos demos cuenta. Como cualquiera habrá notado, esa batalla personal diaria que todos mantenemos por obtener un estado de ánimo concreto no tiene como mayor dificultad lograr por un instante la paz deseada, el equilibrio, la motivación, la alegría, la ausencia de culpa o la felicidad. Lo verdaderamente difícil es conservar ese estado. A lo largo de un solo día, nuestra mente, nuestro ánimo, cambia una docena de veces debido al cansancio, a los picos de glucosa, a la ausencia o no de siesta, a los ritmos circadianos, a las circunstancias y las personas que nos vamos encontrando. De modo que, cuando por fin conseguimos instalarnos en el estado mental que queremos durante dos o tres días seguidos, ¿qué nos garantiza que no lo perderemos durante el resto de la semana? Hay que hacer un verdadero esfuerzo, muy disciplinado, para controlar el decurso caprichoso de nuestras vidas. Creo que nos faltan lecturas. Cuando vivimos el confinamiento, o más recientemente con el apagón, un evento externo nos sacó de nuestras rutinas. Ahí es cuando vemos en qué nos hemos convertido, qué estamos haciendo con nuestra vida apilando un día tras otro. Pero la lucidez enseguida se desvanece. En 'La transmigración' quise que el incidente externo que recolocara a los personajes fuese tan drástico que los pusiera del todo fuera de sus vidas. Me pareció que era la única manera de que también el lector sintiese esta descolocación en la piel propia.
–El cambio de género hace tiempo que es posible. ¿A qué achacas la resistencia de los sectores más conservadores?
–Un conservador, por definición, quiere conservar el estado de las cosas. Esto ha sido así desde el principio de los tiempos. Algunas personas se sienten seguras manteniendo todo como está, les mueve una predisposición a preservar las prácticas y las tradiciones, mientras que otras se sienten inclinadas al progreso. Conservadores y progresistas. Lo que ocurre es que el conservador, para que nada cambie, tampoco quiere que lo hagan los demás. De ahí el miedo a lo que otros hagan con sus cuerpos o con sus propias decisiones. También yo a veces me lo pregunto. ¿Tienen miedo a la supervivencia de la especie? Probablemente no. Si les preocuparan nuestros índices de natalidad bastaría con controlar los precios de la vivienda. Tampoco les preocupa su integridad física, se trata más bien de la decadencia de sus tradiciones. Cuando me planteé una novela como esta, desde el primer momento tuve claro que debía explorar todas las posibilidades que nos lleven a ponernos en la piel del otro. Hombres en cuerpos de mujer, hombres en cuerpos de ancianas, mujeres en cuerpos de niño. Hombres blancos dentro de cuerpos de otras razas. Las posibilidades eran inagotables. Como mi epidemia también es pandémica y puedes verte trasladado a otra parte del mundo, los aspectos relacionados con la migración y los sesgos xenófobos también eran un pilar importante. Incluso, en un momento dado de la trama, planteo la posibilidad de que una persona trans vuelva a verse ubicada en otro nuevo cuerpo. Desde esta perspectiva, todas las preguntas que se hace el lector tienen otro punto de vista y están más libres de prejuicios.
–La inteligencia artificial abrirá escenarios que ni siquiera imaginamos. Ya hay voces clonadas, avatares que mantienen conversaciones… ¿Le preocupa?
–Hablábamos de lo fake y del baile de máscaras en el que estamos convirtiendo el mundo. Todos estos avances vendrán acompañados de innumerables ventajas y un número análogo de oportunidades para el fraude. Desde contar con traducciones simultáneas en nuestras videoconferencias, sin que podamos distinguir ni el cambio de voz ni el falso movimiento de labios, hasta todo tipo de suplantaciones de identidad. Pero también hablábamos del debate sobre si somos conciencia pura al margen de nuestro cuerpo. El cristianismo ha alimentado la creencia en un alma inmortal, incorpórea al menos hasta el día de la resurrección de la carne. Y ahora cada vez estamos más cerca de la posibilidad de hacer un volcado de nuestras inteligencias a un entorno digital. Si hacemos una copia de nuestra conciencia y la subimos a un servidor y un algoritmo le da vida, ¿seremos nosotros? Este conjunto de todos nuestros recuerdos y sensaciones, de nuestra forma de pensar, de nuestros heurísticos, nuestros gustos y manías, de nuestra completa personalidad, ¿tendrá algo que ver con la conciencia desde la que ahora mismo estamos pensando? ¿O solo será una réplica? No obstante, hay algo que me preocupa aún más. Podríamos ser inmortales, sí, estar libres de cargas y enfermedades, pero, sin cuerpo, y por lo tanto sin hogar, sin circunstancias físicas, sin estímulos naturales, sin ni siquiera un anclaje al mundo que impida a otros duplicarnos o borrarnos a su antojo, ¿hasta dónde estamos dispuestos a renunciar?
–¿Es posible acompañar la revolución tecnológica, a la velocidad que avanza, de una base ética?
–Es lo que intentamos, pero en términos de velocidad estamos condenados al fracaso. Como decía al principio, nuestra capacidad de avance científico es exponencial. Y en los años venideros esto se va a sentir más que nunca. No estamos preparados para el cambio. La humanidad antes contaba con miles de años para adaptarse a cualquier cambio por pequeño que fuese. En estos momentos, las transformaciones tecnológicas y sociales tienen un impacto mundial y, en términos históricos, ese impacto es inmediato. La cultura nunca se podrá transformar a la velocidad de los progresos técnicos. Contamos con instituciones que velan por la ética y la sostenibilidad de la ciencia, pero ni tienen poder ni tampoco velocidad de reacción. Es más, ni siquiera nos dará tiempo a legislar con ciertas garantías. Ya está pasando, sin ir más lejos, con la propiedad intelectual. El gran problema es que la ética e incluso las leyes están fuera de esta fórmula, porque lo único que rige todo este movimiento no es ni siquiera la ciencia, sino el capital. Y el capital es ciego.
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